
Historias de Chicos llegando a los 30 sin conocer bien el amor.
Desconectate del odio, conectate al amor.
#relato literario

✦ El corazón entre dos cuerpos ✦
No sabía que una aplicación podía abrir puertas tan rápido. Tinder era, al principio, solo una curiosidad. Un desliz de dedo aquí, otro allá, y de repente dos personas distintas habían entrado en mi vida… o al menos en mi mente.
Los conocí en días consecutivos, como si el universo me pusiera a prueba: dos formas distintas de conexión, de belleza, de energía. Y yo… yo estoy buscando algo serio. Algo de verdad. Pero estos encuentros me dejaron en una especie de cruce emocional que aún no termino de descifrar.
El primero tenía 29 años. Yo tengo 28. Él, argentino; yo, centroamericano. Educado, estructurado, psicólogo, maestro. Con maestría y mirada profunda. Era uno de esos hombres que saben quiénes son. Que hablan desde la razón, pero también desde el dolor social. Se toma las cosas muy en serio, especialmente cuando tocan a la comunidad LGBTQ+. Puede ser diplomático, sí, pero también se nota que carga con una sensibilidad a flor de piel. Lo respeta todo… excepto cuando lo que le propones rompe con lo que él considera adecuado.
Físicamente es atractivo: cabello crespo como el mío, ojos que te sostienen la mirada. Aunque, lo admito, no tiene un cuerpo que me atraiga del todo —no tiene muchas nalgas, y yo… tengo debilidad por eso. Pero hay algo en su presencia que impone. Desde la primera cita fue muy físico, muy “touchy”, como si necesitara amor urgentemente. Hablamos hasta de tener relaciones, de lo que nos gustaba (no de la forma sexual), de lo que podríamos hacer despues de pasar en experiencias negativas. Pero cuando el momento parecía encenderse, se nos despedimos.
Y yo me fui a casa preguntándome si todo había sido real o solo un juego elegante. Quería sentirme querido y respetado (al menos al no haber comenzado con el coqueteo ;)….), pero no empujado a algo que aún no tenía forma.
Al día siguiente, conocí al segundo.

Tenía apenas 18 años. Iba a cumplir 19 ese mismo año. Era completamente distinto.
Venezolano-japonés, piel suave como crema solar sobre arena caliente, labios bonitos, cuerpo esbelto. Caminaba con una feminidad libre, sin esconder nada. Hablaba con una voz dulce, femenina, como una nota aguda bien sostenida. Era coqueto, pero no vulgar. Delicado, pero no tímido. Tenía un aire de “soy especial y lo sé”, aunque no siempre lo decía en voz alta.
Decía que estudiaba en la universidad, que trabajaba en un bar-restaurante, y que ayudaba a cuidar de sus hermanos porque casi no veía a sus padres. Me contó de sí mismo sin que yo preguntara. Le gusta hablar, como a mí. Compartimos ese gusto por narrarnos.
En su trabajo lo vi saludar a todo el mundo. Parecía el favorito del lugar. Pero cuando observé con atención, noté algo importante: muchos de esos saludos eran provocados por él. Algunos le respondían con entusiasmo, otros apenas con cortesía. Y pensé: no es que todos lo amen, es que él se encarga de no pasar desapercibido.
Me gustó su forma de brillar. Su suavidad. Pero también me hizo pensar: él es hermoso… y muchos otros lo verán así también. Y yo, ¿seré suficiente?
¿Me elegirá un día, o me dejará por alguien más guapo, más fuerte, más marcado?
¿Solo estoy siendo un paréntesis?
El chico de 18 me dejó pensando en él más que el primero. A pesar de que su voz no me encanta —es demasiado “niña elegante” para mi gusto—, su piel, su sonrisa, su juventud, su energía… me dejaron una impresión más duradera.
Pero también lo vi algo superficial. Le gusta que lo vean, que lo reconozcan. No sé si realmente le interesa lo profundo o si solo quiere ser admirado. Y yo, aunque también tengo mi vanidad, no soy así. No quiero un amor de apariencias.
Volviendo al primer chico, hubo algo que me dolió más de lo que esperaba. Le propuse ir a un lugar que para mí significa mucho: un espacio gay donde me siento libre, donde puedo ser yo sin explicaciones. Él me lo negó. Dijo que a ese tipo de lugares se va con amigos, que había que comprar botellas o cervezas. No entendió que no era el alcohol, ni la fiesta: era el ambiente. El símbolo.
Yo quería compartir algo íntimo, mío, y él me cerró la puerta con elegancia… pero sin empatía.
Y eso me hizo pensar en futuro. ¿Qué pasará cuando yo no quiera tomarle la mano? ¿Se ofenderá? ¿Me hará sentir culpable por no querer contacto?
Con el chico de 18, curiosamente, sentí que no pasaría eso. Que entendería si le digo “no ahora”. Que me daría espacio.

Pero con él, me invade otro miedo: que se canse de mí. Que yo no sea lo suficientemente deseado. Que me reemplace sin dolor, sin conflicto, porque tiene toda la juventud, el cuerpo y la atención para hacerlo.
Y entonces la pregunta me golpea: ¿con cuál me sentí más yo?
La respuesta es dura: con los dos. Pero de formas distintas.
Con uno me sentí desafiado intelectualmente. Con el otro, visto emocionalmente.
Con uno sentí que podía construir. Con el otro, que podía reír.
Con uno temí ser empujado. Con el otro, temí ser reemplazado.
Y yo… yo solo quiero algo real.
No perfecto. No ideal. Real.
Quiero una relación donde pueda reír, llorar, desear y dudar sin sentirme observado. Donde mi esencia no sea negociable, donde el contacto no sea una obligación, donde mi forma de ser sea celebrada y no corregida.
Tal vez ninguno de los dos sea esa persona.
O tal vez lo que necesito ahora es recordarme que el amor que busco afuera solo vale si no me abandono en el proceso.
Estoy buscando algo serio, sí. Pero no algo que me borre.
Por eso, entre los dos, por ahora… me elijo a mí.
